EN CASA
−Han venido de parte de los Grigoriev por no sé qué libro y les he dicho que no estaba usted en casa. El cartero ha traído unos periódicos y un par de cartas. A propósito, Evgeni Patrovich, quisiera pedirle que vigile a Seriozha. Hoy y anteayer le he sorprendido fumando. Cuando empecé a reprenderle se tapó como de costumbre los oídos y se puso a cantar fuerte para ahogar mi voz. Evgeni Patrovich Vykovski, fiscal de la audiencia del distrito, que acababa de volver de una sesión y estaba quitándose los guantes en su despacho, miró a la institutriz que le daba estos informes y se echó a reír. −Con que Seriozha fuma –dijo, encogiéndose de hombros−. Ya me figuro a ese muñeco con un cigarrillo en los labios. ¿Cuántos años tiene? −Siete. Usted no lo toma en serio, pero a sus años el fumar es una costumbre fea y perjudicial. Y las malas costumbres conviene arrancarlas de raíz. −Es muy cierto. ¿De dónde saca el tabaco? −De la mesa de usted. −¡Ah! ¿Sí? En tal caso, mándemelo usted. Cuando salió la institutriz, Vykovski se acomodó en un sillón ante el escritorio, cerró los ojos y se entregó a sus reflexiones. Su fantasía, sin saber por qué, le representaba a un Seriozha con un cigarrillo enorme, de casi un metro de largo, envuelto en una nube de humo de tabaco. Esta caricatura le hizo sonreír. Simultáneamente, la cara seria y preocupada de la institutriz le recordaba un tiempo lejano, casi olvidado, en que el fumar en el cuarto de los niños o en la escuela provocaba en padres y maestros un horror extraño, no del todo comprensible. Y era eso, horror. Azotaban a los chicos sin piedad, los expulsaban del colegio, les echaban la vida a perder, y todo ello sin que ni uno solo de los padres y maestros supiera a ciencia cierta en qué consistía el perjuicio o la infamia de fumar. Incluso las gentes sensatas no sentían empacho en arremeter contra un vicio que no comprendían. Evgeni Patrovich se acordaba del director de su colegio, un viejo bondadoso y culto, que cuando cogía a un alumno fumando un cigarrillo se ponía pálido, convocaba en seguida al consejo pedagógico en sesión de urgencia y condenaba al culpable a la expulsión. A decir verdad, es probable que la ley de la convivencia social sea ésta: cuanto más incomprensible es el mal tanto más cruel y sumaria es la manera de combatirlo. El fiscal se acordaba de dos o tres alumnos expulsados y de la vida que llevaron después. No pudo menos de pensar que el castigo acarrea con frecuencia un mal mucho mayor que el delito mismo. El organismo vivo posee la facultad de adaptarse rápidamente, de habituarse y acomodarse a cualquier ambiente. Si no fuera así, el hombre acabaría por percatarse de lo irracional que es a menudo el fundamento de su actividad racional, de la poca certidumbre y cordura que hay todavía en actividades tan responsables –y tan terribles en sus consecuencias− como la pedagogía, la jurisprudencia, la literatura. Por la mente de Evgeni Petrovich empezaron a desfilar esos pensamientos livianos y confusos de un cerebro fatigado que se entrega al descanso. Surgen sin que se sepa de dónde o por qué, hacen un breve alto en la cabeza y se deslizan, o así parece, por la superficie del cerebro sin adentrarse mucho en él. Para las personas obligadas a meditar exclusivamente sobre asuntos públicos durante horas o días enteros, esos pensamientos volanderos y triviales son hasta cierto punto un alivio, un desahogo agradable. Eran las nueve de la noche. Arriba, en el segundo piso, alguien andaba de un lado para otro, y más arriba aún, en el tercero, se hacían escalas a cuatro manos en el piano. El deambular de alguien que, a juzgar por lo nervioso de su paso, pensaba angustiosamente en algo, o tenía dolor de muelas, junto con la monotonía de las escalas, daban al silencio nocturno un toque de somnolencia que predisponía a la reflexión ociosa. En el cuarto de los niños, separado del despacho por otras dos habitaciones, conversaban la institutriz y Seriozha. −¡Pa-pá ha llegado! –cantaba el pequeño−. ¡Ha lle-gado pa-pá! ¡Pa! ¡pa! ¡pa! −¡Votre père vous apelle, allez vite! –gritaba la institutriz, trinando como un pájaro asustado−. ¡Atención a lo que se dice! «Bueno, ¿qué le voy a decir?», pensaba Evegeni Petrovich. Pero antes de que se le ocurriera algo ya entraba en el despacho su hijo Seriozha, muchacho de siete años. Era una criatura de cuyo sexo sólo se podría juzgar por la indumentaria. Era delgado, frágil, de tez muy blanca, lánguido de cuerpo como planta de invernadero. Todo en él parecía demasiado blando y fino: los movimientos, el pelo rizado, la mirada, la chaqueta de terciopelo. −Hola, papá –dijo con voz dulce, encaramándose en las rodillas del padre y dándole un rápido beso en el cuello−. ¿Me has llamado? −Un momento, un momento, Sergei Evgenich –respondió el fiscal, apartándolo de sí−. Antes de dar besos es preciso que hablemos, y que hablemos en serio. Estoy enfadado contigo y ya no te quiero. Ya lo sabes, amigo. No te quiero y tú no eres hijo mío. No, señor. Seriozha miró fijamente a su padre, luego trasladó la mirada a la mesa y se encogió de hombros. −¿Qué es lo que te he hecho? –preguntó perplejo, parpadeando−. Hoy no he entrado ni una vez siquiera en tu despacho ni he tocado nada. −Hace un momento se quejaba Natalia Semionovna de que fumas. ¿De veras que fumas? −Sí, he fumado una vez. Es verdad. −Pues, para colmo, estás mintiendo –sentenció el fiscal, arrugando el entrecejo para disfrazar una sonrisa−. Natalia Semionovna te ha visto fumar dos veces. Es decir, que te han cogido en tres faltas: fumas, coges de la mesa el tabaco ajeno y mientes. Tres culpas. −¡Ah, sí! –recordó Seriozha, sonriendo con los ojos−. Sí, sí, es verdad. He fumado dos veces. Hoy y otra vez antes. −Ya vez, pues, que son dos veces y no una. No estoy nada contento contigo. Antes eras un buen chico, pero ahora veo que te has echado a perder y que te estás volviendo malo. Mientras le arreglaba el cuello a Seriozha, Evgeni Petrovich pensaba: «¿Qué más voy a decirle?» −Sí, malo –prosiguió−. No lo esperaba de ti. En primer lugar, no tienes derecho a coger tabaco que no es tuyo. Cada persona tiene derecho a usar sólo aquello que le pertenece; y si toma lo que no es suyo, entonces… es una mala persona. («Pero ¿soy yo quien dice esto», pensaba Evgeni Petrovich.) Por ejemplo, Natalia Semionovna tiene un baúl con vestidos. Ese baúl es suyo y nosotros, es decir tú y yo, no nos atrevemos a tocarlo porque no es nuestro. ¿No es así? Tú tienes caballitos y estampas… ¿Es que yo los cojo? Quizá me gustaría hacerlo, pero no son míos, son tuyos. −¡Cógelos, si quieres! –exclamó Seriozha, enarcando las cejas−. ¡Papá, cógelos por favor, no tengas vergüenza! Esta perrita amarilla que tienes en la mesa es mía, y yo sin embargo, no la… ¡Que se quede ahí! −No me comprendes –dijo Vykovski−. Tú me regalaste la perrita. Ahora es mía y puedo hacer con ella lo que quiera. Pero yo no te he dado el tabaco. ¡El tabaco es mío! («Esta no es la manera de explicarlo», pensaba el fiscal, «no es la manera, no.») Si quiero fumar el tabaco de otra persona, lo primero que tengo que hacer es pedirle permiso. Hilvanando perezosamente frase con frase y remedando el lenguaje de los niños, Vykovski se puso a explicar a su hijo el significado de la propiedad. Seriozha le miraba la pechera y escuchaba atentamente (le gustaba conversar con el padre al filo de la noche). Luego apoyó los codos en el borde de la mesa y, guiñando los ojos, empezó a observar los papeles y el tintero. Su mirada recorrió la mesa y se detuvo en el bote de goma arábiga. −Papá, ¿de qué se hace la goma? –preguntó de pronto, acercando el bote a los ojos. Vykovski le quitó el bote de las manos, lo puso en su sitio y continuó: −En segundo lugar, fumas. Eso es muy feo. Si yo fumo, ello no quiere decir que uno deba fumar. Yo fumo y sé que es una cosa tonta, me reprendo a mí mismo y me desprecio por ello. («¡Qué pedagogo más astuto soy!», pensaba el fiscal.) El tabaco perjudica mucho la salud y el que fuma muere antes de tiempo. Y el fumar es sobre todo perjudicial para los niños pequeños como tú. Tienes el pecho débil y no eres todavía muy robusto. A las personas débiles el tabaco les causa tuberculosis y otras enfermedades. El tío Ignati, por ejemplo, murió de tuberculosis. Si no hubiera fumado, quizá viviría aún. Seriozha miró pensativamente la lámpara, tocó la pantalla con el dedo y suspiró. −El tío Ignati tocaba el violín –declaró−. Su violín está ahora en casa de los Grigoriev. Seriozha volvió a apoyar los codos en el borde de la mesa y quedó absorto. En su rostro pálido se dibujó una expresión extraña. Diríase que se escuchaba a sí mismo o que seguía el hilo de sus propios pensamientos. Sus ojos grandes, que miraban sin pestañear, reflejaban tristeza y algo así como espanto. Probablemente pensaba ahora en la muerte, que no mucho antes le había arrebatado a su madre y a su tío Ignati. La muerte se lleva al otro mundo a las madres y a los tíos y deja en éste a los niños y los violines. Los muertos viven en el cielo, alrededor de las estrellas, y desde allí miran la tierra. ¿Aguantan bien la separación? −¿Qué voy a decirle? –pensaba Evgeni Petrovich−. No me escucha. Se ve que no da importancia ni a sus picardías ni a mis argumentos. ¿Cómo hacerle comprender? El fiscal se levantó y empezó a pasear por le cuarto. −Antes −cavilaba−, en mis tiempos, estas cuestiones se resolvían de una manera muy sencilla. Si cogían a un chico fumando, le calentaban el trasero. Los pusilánimes, los cobardes, dejaban de fumar. Los más valientes y listos escondían el tabaco en la caña de la bota y se iban a fumar al desván. Cuando les cogían en el desván y les volvían a zurrar, se iban a fumar al río. Y así sucesivamente hasta que llegaban a mayores. Mi madre, para que yo no fumara, me daba dulces y dinero. Hoy día ese procedimiento nos parece ineficaz e inmoral. Con el apoyo de la lógica, el pedagogo de hoy procura que el niño adquiera buenos hábitos, no por miedo o por afán de distinguirse o de recibir un premio, sino conscientemente. Mientras paseaba pensando de este modo, Seriozha había trepado sobre la silla que estaba al lado de la mesa y se había puesto a dibujar. Para que no pintarrajeara los papeles oficiales ni tocara la tinta, había en la mesa un paquete de cuartillas cortadas expresamente para él y un lápiz azul. −Hoy cuando la cocinera estaba picando coles, se cortó un dedo –anunció, dibujando una casita y moviendo las cejas−. Dio un grito tan grande que todos nos asustamos y fuimos corriendo a la cocina. ¡Qué tonta! Natalia Semionovna le dijo que se lavara el dedo en agua fría y ella se lo chupaba. ¡Mira que meterse el dedo sucio a la boca! ¡Papá, eso es muy feo! Siguió diciendo que a la hora de la comida había entrado en el patio un organillero acompañado de una muchacha que cantaba y bailaba al son de la música. −Sus pensamientos llevan su propio curso –pensaba el fiscal−. Tiene su pequeño mundo en la cabeza y, a su modo, sabe lo que es importante y lo que no lo es. Para captar su atención y su conciencia no basta con imitar su lenguaje, sino que además es menester pensar a su manera. Me entendería muy bien si yo en efecto me quejara por lo del tabaco, si estuviera ofendido, si llorara. Por eso las madres son indispensables para la buena crianza, porque sienten, lloran y ríen al par que los chicos. Con la lógica y la moral no se va a ninguna parte. Bueno, ¿qué le digo? ¿Qué? A Evgeni Patrovich le parecía extraño y ridículo que él, jurisperito que había pasado la mitad de su vida ejercitándose en toda suerte de coerciones, amonestaciones y castigos, no acertara ahora con lo que convenía hacer ni supiera qué decir al muchacho. −Oye, dame tu palabra de honor de que no vas a fumar más –dijo. −¡Pa-labra de honor! –canturreó Seriozha, apretando el lápiz con fuerza e inclinándose sobre el dibujo−. ¡Pa-labra de ho-nor! ¡nor! ¡nor! «¿Pero es que sabe acaso lo que significa palabra de honor?», se preguntaba Vykovski. «¡Qué mal maestro soy! Si alguno de nuestros pedagogos o nuestros jueces pudiera verme ahora la cabeza por dentro, diría que soy un blandengue y tal vez sospecharía un exceso de argucia. Pero es que en la escuela y el tribunal estos condenados problemas se resuelven mucho más sencillamente que en casa. Aquí tiene uno que habérselas con gente a quien uno quiere con delirio, y el cariño es exigente y complica la cuestión. Si este arrapiezo no fuera mi hijo, sino mi discípulo o un reo en el banquillo, no me sentiría tan cobarde ni tan incapaz de pensar con claridad.» Evgeni Petrovich se sentó a la mesa y acercó a sí uno de los dibujos de Seriozha. El dibujo representaba una casa con la techumbre torcida y con humo que iba zigzagueando desde la chimenea hasta el borde mismo de la cuartilla. Junto a la casa había un soldado con puntos en lugar de ojos y una bayoneta en forma de número 4. −El hombre no puede ser más alto que la casa –señaló el fiscal−. Mira, el tejado le llega al soldado sólo al hombro. Seriozha se le subió en las rodillas y estuvo rebullendo largo rato hasta encontrar una postura adecuada.. −No, papá –dijo, mirando el dibujo−. Si pintas chico al soldado, no se le ven los ojos. ¿Había que discutir con él? Observando a su hijo día tras día el fiscal había llegado a la conclusión de que los niños, como los salvajes, tienen criterios y juicios artísticos muy suyos que las personas mayores no aciertan a comprender. Seriozha podría parecer anormal a un adulto que lo estudiara atentamente. Creía posible y razonable dibujar personas que eran más altas que casas, reproducir con el lápiz, no sólo los objetos, sino también las propias sensaciones. Así, pues, representaba los sonidos de una orquesta en forma de vagas manchas esféricas, el silbido como un hilo en espiral. Para él, el sonido se asociaba tan íntimamente a la forma y el color que cada vez que dibujaba letras con lápices de colores pintaba indefectiblemente la L de amarillo, la M de rojo, la A de Negro, y así por el estilo. Seriozha abandonó el dibujo, retozó de nuevo en busca de postura conveniente y la emprendió con la barba del padre. Primero la alisó con cuidado, después la partió en dos y se puso a peinarla en forma de patillas. −Ahora te pareces a Iván Stepanovich −murmuraba−. Y ahora te vas a parecer a… nuestro portero. Papá, ¿por qué están los porteros junto a la puerta? ¿Para no dejar entrar a los ladrones? El fiscal sentía en su rostro el aliento del niño, y los cabellos de éste le rozaban de continuo la mejilla. En el espíritu del padre latía algo tibio y suave, tan suave como si, no sólo las manos, sino toda su alma tocara el terciopelo de la chaqueta de Seriozha. Miró los grandes ojos oscuros del muchacho y tuvo la impresión de que a través de las anchas pupilas le miraban a su vez su madre, su mujer y todo cuanto había amado en otros tiempos. «Y ahora ¡vaya usted a zurrarle!», se decía. «Y ahora ¿quién inventa un castigo? No. ¿Para qué meterse a dómines? Antes las gentes eran sencillas, pensaban menos, y por eso resolvían los problemas con valentía. Nosotros, por el contrario, pensamos demasiado. La lógica nos abruma. Cuanto más progresa el hombre, más se entrega a la reflexión y a la sutileza. Es decir que se vuelve receloso y aprensivo y que, cuando llega la hora de obrar, lo hace con mayor timidez. Por lo tanto, si bien se piensa, ¡cuánto valor y confianza en sí mismo debe tener quien se mete a enseñar, a juzgar pleitos, o a escribir un mamotreto!» Dieron las diez. −Bueno, muchacho, ya es hora de dormir –indicó el fiscal−. Da las buenas noches, y a la cama. −No, papá –respondió Seriozha, frunciendo el entrecejo−. Quiero quedarme un rato más. Cuéntame algo. Cuéntame un cuento. −Bueno, pero después del cuento, derechito a la cama. En sus noches libres, Evgeni Petrovich tenía la costumbre de contar cuentos a Seriozha. Como la mayoría de las gentes prácticas, no sabía de memoria ni una sola poesía ni se acordaba de un solo cuento; de modo que tenía que improvisar en cada ocasión. Empezaba de ordinario con las palabras rituales: «Esto era un rey…» y de ahí en adelante iba hilvanando tonterías inocentes. Acabada la introducción, no tenía la menor idea del desarrollo y fin del cuento. Cuadros, personajes y situaciones iban saliendo al buen tuntún. La fábula y la moraleja aparecían por sí mismas, ajenas a la voluntad del narrador. A Seriozha le encantaban tales improvisaciones. El fiscal notaba que cuanto más sencilla y modesta salía la fábula, tanto mayor era la impresión que producía en el niño. −Escucha –comenzó, levantando los ojos al techo−. Esto era un reino donde vivía un rey viejo, muy viejo, con una barba gris y muy larga con unos bigotes… ¡qué bigotes! Pues bien, vivía en un palacio de cristal que brillaba y centelleaba al sol como un pedazo grande de hielo puro. El palacio, amiguito mío, estaba en medio de un jardín enorme donde ¡imagínate! se criaban naranjas…, peras, cerezas…, donde florecían tulipanes, rosas, lirios, donde cantaban pájaros multicolores. De los árboles colgaban campanillas de cristal que, cuando hacía viento, producían el sonido más dulce que se puede uno imaginar. El cristal tiene un timbre más suave y dulce que el metal. Bueno, ¿qué más? En el jardín había fuentes. ¿Te acuerdas de la fuente que había en la casa de campo de la tía Sonia? Pues así eran las fuentes del jardín del rey, pero mucho más grandes, y los surtidores de agua llegaban a la altura de los álamos más altos. Evgeni Petrovich meditó un momento y prosiguió: −El viejo rey tenía un hijo único, heredero del trono. Un muchacho así como tú de pequeño. Era un buen chico. No hacía travesuras, se acostaba temprano, no tocaba nada de la mesa y era bastante listo. Sólo tenía un defecto, y era que fumaba… Seriozha escuchaba con avidez y, sin moverse, tenía los ojos fijos en los del padre. El fiscal siguió contando, a la vez que pensaba ¿qué más? Durante largo rato estuvo, como se dice, dándole a la sinhueso, y concluyó así: −De fumar, el príncipe cayó enfermo de tuberculosis y murió cuando tenía veinte años. El rey, viejo y enfermo, quedó desamparado. No había nadie que gobernara el reino ni defendiera el palacio. Llegaron unos enemigos, mataron al viejo, destruyeron el palacio, y ahora, en el jardín, ya no hay cerezas, ni pájaros, ni campanillas. De modo, amigo, que… Al propio Evgeni Petrovich le pareció semejante desenlace ridículo e ingenuo, pero a Seriozha el cuento entero le causó una fuerte impresión. De nuevo sus ojos expresaron tristeza y algo parecido al miedo. Miró un momento con gesto absorto la ventana oscura, se estremeció y dijo con voz débil: −No voy a volver a fumar… Cuando dio las buenas noches y se fue a acostar, el padre, sonriendo, empezó a pasear silenciosamente por el cuarto. «Dirán que en esto influye la belleza, la forma artística», pensaba. «Bueno, sea. Pero eso no es consuelo. De todos modos, éste no es un procedimiento legítimo. ¿Por qué la moral y la verdad deben tomarse, no en crudo, sino mezcladas con algo, doradas y azucaradas como las píldoras? Eso es anormal. Es una falsificación, un engaño, un escamoteo.» Se acordaba de jurados a los que había que convencer por medio de «arengas», del público que aprende historia sólo a través de cantares épicos y de novelas históricas, de sí mismo, que sacaba sustancia de vida, no de sermones ni de leyes, sino de fábulas, de novelas, de poesía. «La medicina debe ser dulce, la verdad hermosa… Así se le ha antojado al hombre desde los días de Adán. Por otra parte, quizá todo esto sea natural y ¿por qué no? necesario. ¡Quién sabe cuántos fraudes útiles hay en la naturaleza, cuántas ilusiones…» Se puso a trabajar, pero en la cabeza seguían bulléndole pensamientos triviales y ociosos. Ya no se oían escalas en el piso de arriba, pero el inquilino del segundo continuaba dando vueltas por su habitación.
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